Balaceras

Casi todos los días había una balacera en el barrio. Los del Pesebre se querían meter y lo intentaban todas las semanas. Calle caliente se llamaba el lugar por donde debían pasar para hacerse con el barrio. Era un callejón largo que conectaba Sapo Tieso con la cancha de Blanquizal. A veces avanzaban tanto que llegaban muy cerca de la cancha, pero las balas de los milicianos los hacían retroceder. De vez en cuando habían muertos, algunos en la balacera directamente y otros los bajaban del bus para saldar cuentas, quedándose tirados en la acera, botando sangre, ya sin vida.

A mi no me gustaba ver a los muertos, era apenas un chico de unos 11 o 12 años que debía ir todos los días a estudiar, o casi todos los días, ya que a veces paraban las clases porque las balas perdidas no hacían distinción entre personas. Imaginaba que los muertos eran seres de mal agüero y que el sólo verlos era sinónimo de desgracia.

Recuerdo un señor gordo de apellido Bedoya, un día amaneció bajo un plástico negro, con un charco de sangre manando de su espalda. Miraba sus zapatos, su pantalón, y me parecía extraño que alguien pretendiera dormir sin desvestirse. Por supuesto que estaba muerto, nadie se atrevía a levantarlo, se quedó ahí toda la mañana hasta que se lo llevó la policía. Nunca supe por qué lo mataron.

Una vez caminé con los primos hasta los chorros para ver a un tipo con la cabeza abierta. Le amarraron las manos en la espalda y le pegaron varios tiros. Seguro le obligaron a pararse en la orilla de piedras y cayó varios metros en la quebrada, donde la espuma lo movía para lado y lado, sin llevárselo. Del cráneo le salían los sesos, estaba como a 15 metros allá abajo, ahí se quedó hasta que de alguna manera fue retirado.

Las balas en los atardeceres brillaban como estrellas fugaces. Si pedías un deseo nunca se cumplía. En los muros y las puertas dejaban huecos cuando no entraban en algún cuerpo. Los milicianos decían “aquí llevo maiz pa´las gallinas” mientras se escuchaba el sonido seco y mordiente de los tubos humeantes.

En las paredes del barrio escribían CAP. Comandos Armados del Pueblo. Me gustaban esas letras, no sé porque, aún no entendía de esas cosas, pero siempre he sido un poco violento. Yo iba de la casa al colegio, y del colegio a la casa, a veces salía con los padres al centro, y en diciembre donde la abuela. Todos vivíamos aquí, el olor a pólvora no era algo extraño.

En casa tenía bastante con los padres, era el hijo mayor, y tuve que domarlos, mientras ellos intentaban domarme a mí. El asunto es que tenían más fuerza, más dinero, yo vivía en su casa, eran más grandes y dizque eran mis padres. Nunca les creí.

Como éramos evangélicos, pertenecíamos a una clase diferente de humanos. Leíamos la Biblia, íbamos a la iglesia a cantar, a orar y a escuchar al pastor, a veces hasta cuatro veces a la semana, incluyendo el domingo. En algunos momentos llegué a creer que lo que decían allá era cierto. Luego empecé a leer libros de ocultismo y a escuchar The Doors.

Pero volviendo al asunto de los muertos. Recuerdo uno con especial atención. Creo que yo regresaba del colegio y lo bajaban en una camilla por las empinadas escaleras, llevaba una sábana blanca encima y los pies descalzos le salían por la parte inferior. Era un vecino, se llamaba Mario, dicen que estaba loco. Entraron hasta su habitación y le pegaron varios tiros.

Siempre sentí curiosidad por los pies de los muertos, la mayoría de ellos estaban calzados, no les daba tiempo de quitarse los zapatos, nadie hubiera pretendido hacerlo. Correr siempre es el primer instinto ante el peligro, pero las balas son más rápidas que las piernas y los futuros muertos avanzaban poco. Otros eran tiroteados por la espalda, o de frente a quemarropa o desde lejos, cazados como gacelas. Y caían, sin remedio, con los zapatos puestos, durmiendo. En las dos iglesias a donde iba, decían que eternamente.

Pero Mario estaba descalzo, nadie va descalzo por la calle, el pavimento se calienta, hay vidrios y piedras que se entierran en los pies, no nos sentimos seguros en el exterior. Nos descalzamos en nuestro propio lugar, cuando hemos cerrado la puerta, y vemos esas paredes protectoras a nuestro alrededor, y sólo nos acompañan los familiares o nuestra sola presencia.

Imaginaba a Mario cepillándose para irse a la cama, aunque dicen que estaba loco, ni siquiera un loco duerme con zapatos en su propia cama. Se puso una pantaloneta y quizá una camiseta, y se metió bajo las sábanas, tal vez vió algo de televisión, aunque estuviera loco, luego salió a mear por última vez, regresó, apagó la luz y pensó, con su mente de loco en el día siguiente, y se habría dormido, descalzo por supuesto, sin medias, tranquilo. Hasta que patearon la puerta, rompiendo la cerradura, la presa asustada y con los frágiles dedos tocando el piso frío se habría incorporado, inútilmente, sólo para caer mordida por el relámpago.

En realidad no recuerdo a Mario de nada, sólo vi sus pies descalzos bajo una sábana y me pregunté si estaba muerto o sólo enfermo, luego me percaté que estaba amarrado con unas correas para que no se cayera. ¿Y que enfermo saldría descalzo de su casa?

En la iglesia evangélica no se hablaba mucho del tema, todos esperábamos ser resucitados en algún momento cuando Cristo regresara. En la católica tenían a dos Cristos, uno estaba colgado de una cruz, con el abdomen hundido y todo el cuerpo bañado en sangre; al otro le habían permitido sentarse, aún estaba con su túnica raída, y con la corona de espinas en su cabeza, y amarrada del cuello una soga. Por lo visto en las dos iglesias no se ponían de acuerdo. Yo tenía que ir a ambas. Pero en la católica yo me sentía un rebelde, nunca llegué a arrodillarme como solían hacerlo mis compañeros del colegio, y creo que me odiaban por eso, pero también era un motivo de burla. Como no podía estar sentado, ya que era una falta de respeto, tenía que ponerme de rodillas, pero como pertenecía a otra religión no me estaba permitido arrodillarme ante un muñeco. Entonces me quedaba ahí, de pie, bajo la mirada de todos, incluyendo a mis profesores, a las monjas y al cura.

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